“Antes fue Joselito, pero siete millones de pesetas la han transformado en este exquisito manjar con forma de mujer, es la Veneno, la más provocadora, seductora y sensual de las transexuales”. Así presentaba Pepe Navarro a Cristina Ortiz Rodríguez en un vídeo que parece sacado del ‘celebrities’ de Muchachada Nui. Aquella mujer imponente, guapísima, indudablemente soez, tremendamente divertida, hablaba con tanta naturalidad, con tanta franqueza, que se convirtió en el animal más exótico del panorama televisivo. Eran los 90 y la guerra entre las nuevas televisiones privadas estaba en marcha. Las reglas del juego habían cambiado y los espectadores consumían con avidez aquella programación estridente plagada de friquis, tertulianos deslenguados que sabían de todo y hablaban muy alto, teóricos de la conspiración y pseudoperiodistas que buscaban su momento de fama. Y en medio de toda esa fauna, ella, que no era una activista ni lo pretendía, que no representaba a nadie más que a sí misma, analfabeta “pero con sobresalientes en la universidad de la calle”, se convirtió en la primera cara trans de la televisión. Hoy, gracias a la nueva serie de Los Javis, su cara vuelve a estar en todas partes.
Cristina nació en Adra, un pueblo de Almería en 1964. En una sociedad rural educada en el más estricto nacionalcatolicismo no es difícil imaginarse cómo sería tratado un niño que se ponía los vestidos de su madre y jugaba a maquillarse. “La primera vez que me gritaron Joselito el maricón tenía cuatro años”, relata en su autobiografía ‘Digo, ni puta ni santa’ escrita junto a la periodista Valeria Vegas. En el libro habla también del rechazo familiar, “mi madre me llamaba maricón y me estuvo pegando hasta los 18 años”. A la Veneno, curtida en mil batallas, le costaba poco hablar de todo esto en prime time, de la huida de su pueblo, de su llegada a Madrid, de cómo rezaba pidiéndole a Dios cada noche amanecer “con un cuerpo de mujer con coño”, de cómo decidió que iba a empezar a hormonarse, de las dificultades para encontrar trabajo “por maricón y luego por travesti”, de su llegada al Parque del Oeste. Es precisamente en ese rincón de Madrid donde se ganó a pulso el mote, donde peleó por ocupar su lugar, donde la descubrieron unos reporteros y donde, desde hace un año, brilla una placa que reza ‘Cristina Ortiz. La Veneno. Valiente mujer transexual visible en los 90’.
En 2003 y acusada de estafa por quemar su piso e intentar cobrar el seguro, la Veneno entra en la cárcel, en una de hombres. En la España de principios de siglo las personas transexuales todavía no tenían la opción de elegir dónde cumplir condena. Tampoco es difícil imaginarse cómo sería tratada la Veneno, la estrella mediática que había paseado su tipazo por todos los platós de televisión, la prostituta, en la penitenciaría masculina de un país profundamente machista. Violada, maltratada y sumida en depresiones, Cristina salió de la cárcel en 2006 con 41 años y 120 kilos de peso. Pero se sobrepone y vuelve a la tele. Ya no son los 90 y la tele ha cambiado. Los formatos que antes pretendían escandalizar al público ahora están pensados para caricaturizar al entrevistado. “Ay Veneno, cierra las piernas, más femenina”, le suelta un Cantizano que pretende resultar simpático. Ella, con la suficiencia de una tía que ya ha pasado por todo, se los come.
Cristina murió el 9 de noviembre de 2016. Tenía 56 años. Su pareja la había encontrado golpeada y amoratada en casa. Según la autopsia habría consumido grandes cantidades de alcohol y ansiolíticos. Hubo (y hay) controversia respecto a su muerte. En uno de los últimos reportajes publicado en El País sobre su figura, los lectores parecen indignados, “cómo no hay vidas más interesantes, madre mía dónde hemos llegado”, escribe uno de ellos. Cantante (llegó a ser disco de oro con ‘Veneno pa tu piel’), modelo, presa, estrella de cabaré, no solo tiene una biografía interesante, también fue la puerta abierta, la primera, a una realidad triste y cruel, a un país que condenaba a las personas transexuales a la marginalidad. La Veneno, rodeada de indeseables, ridiculizada y admirada, es un icono, pese a quién le pese y aunque jamás lo pretendiese.