Si el Big Bang, el átomo primigenio, la gran explosión que dio origen al universo, se desencadenó por una paja, tenemos entonces que reconocer que, como el sexo, hay pajas extraordinarias y otras que son meros trámites para conciliar el sueño. Pero si nos tenemos que quedar con un mito fundacional no hay duda, el dios egipcio Atum cascándosela para darnos la vida es nuestro preferido. Milenios duró el ritual que conducía a los farones a orillas del Nilo para fortalecer las aguas con su semen garantizando una buena cosecha y aún hoy, sin saberlo, millones de personas honran a Atum cada día dejando fluir el placer entre sus manos. Y es que masturbarse siempre fue cosa divina hasta que nos hicieron creer lo contrario. Curiosa la historia, que no siempre avanza hacia el lugar adecuado. No sabemos si Dios mandó a su hijo a la tierra condenándolo a una muerte dolorosísima solo para convencer a los hombres de que tocarse era malo o si sus intenciones se malinterpretaron pero, a pesar de los daños causados por el camino, el impulso sexual, como la vida, se abre paso por muchas trabas que le pongamos. Así que aquí estamos, milenios, religiones y creencias de por medio, ahí sigue la paja, como el comer, el dormir o el beber, cosas que agarran fuerte.
‘Como dice el refrán castellano, después de la paja viene el grano’, se escuchaba hace años en las escuelas patrias. Siempre había un chaval que parecía saberlo todo del tema mientras los demás hacían como entendían de lo que estaba hablando. Tambu, el niño protagonista de la primera novela de Manuel Jabois, lo explica a la perfección. “Yo había oído hablar alguna vez de las pajas, no voy a mentir. Sabía que era algo por definición malo y bueno, como casi todo. Se decía siempre en tono de cachondeo, como ‘vete a hacerte una paja’, o algo así. (…). Yo pensaba que para hacerse una paja había que bajarse la pielecilla del pito porque allí había dos agujeros: uno por el que sale el pis, y otro por el que había que meterse una pajita. Cómo podía ser eso algo bueno no lo sabía. (…) Martiño dijo entonces que él también se hacía pajas. Martiño era fuerte y podía meterse por el agujero del pito un palo, si quisiera. Pero mi pito era pequeñísimo y arrugado, una cosa muy esmirriada por la que podía caber como mucho un alfiler”. Así también lo interpretó Arguiñano, que hace años confesó en una entrevista que al escuchar hablar a los adultos de pajas sin que nadie le explicara nada, se metía con cuidado una paja por el orificio del prepucio y la movía con ahínco sin conseguir nada.
Cuánto esfuerzo y heridas en el pene se habrán producido por no contar con la información adecuada, no lo sabemos. Pero como para preguntar a los padres estaba la cosa. Basta echar un vistazo al programa que Elena Ochoa dedicó en los 90 a hablar de la masturbación. Para empezar, comienza diciendo que “ni mucho menos pretenden fomentar su práctica”. Faltaría más. Y salen a la calle micro en mano al más puro estilo ‘España directo’ para preguntar a los padres qué harían si encontraran a su hijo con las manos en la masa. “Yo le explicaría que mejor distraerse porque es malo para su salud”, “yo le diría que no lo hiciera porque eso crea problemas psíquicos”, “yo le pegaría”, o “yo lo primero que haría es ahorcarlo”.
No nos hagamos pajas mentales. La masturbación no está relacionada con la frustración, con no encontrar o tener una pareja, con no tener relaciones sexuales satisfactorias, ni otras mamarrachadas varias. “Tu mano sirve como dueña de tu placer”, escribió Marcial. No necesita motivos ni excusas, es como empezar a contonearte cuando suena reguetón aunque tú seas fan de Iron Maiden, conecta con un impulso. Así que hazte una paja si estás en España, una ‘sobadita’ en Honduras, una ‘chaqueta’ en México, o ‘picholea’ si viajas a Chile. En compañía o a solas, recorre el mundo de paja en paja, de grano en grano, y no olvides cada noche rezar tus oraciones a Atum, él velará tu sueño. Amén.