No, tú no inventaste el 'sexting', lee y aprende de las viejas cartas eróticas

No, tú no inventaste el 'sexting', lee y aprende de las viejas cartas eróticas

“Mi amor por ti me permite rogar al espíritu de la belleza eterna y a la ternura que se refleja en tus ojos o derribarte debajo de mí, sobre tus suaves senos, y tomarte por atrás, como un cerdo que monta a una puerca, glorificado en la sincera peste que asciende de tu trasero, glorificado en la descubierta vergüenza de tu vestido vuelto hacia arriba y en tus bragas blancas de muchacha y en la confusión de tus mejillas sonrosadas y tu cabello revuelto”. Enternecedor, ¿verdad? Es complicado elegir un solo párrafo de los muchos que pueblan las cartas que James Joyce le escribió a su esposa, Nora Barnacle. Resulta que nosotros, tan modernos, tan atrevidos, tan tecnológicos, no hemos descubierto absolutamente nada. Solo renombramos con términos anglosajones lo que lleva existiendo siglos. Así que tú, milenial, no has inventado el ‘sexting’, si acaso el ‘texting’.

Veamos, el ‘sexting’, tan temido por los padres como practicado por los adolescentes (y los que ya no lo son tanto), hace referencia al envío de mensajes de texto e imágenes de contenido sexual explícito a través del teléfono móvil o de otros dispositivos electrónicos. Sin embargo, es difícil que el contenido erótico de unos mensajes de wasap plagados de emoticonos y escritos por una generación educada en películas como ‘Si no soy Curro Jiménez por qué tengo este trabuco’ o ‘Rabocop, mitad hombre, mitad polla, todo policía’, supere las altas cotas de ardor y especificidad del escritor irlandés.

Dos ejemplos. “Mi dulce pajarita folladora. Aquí está otra nota para comprar bragas bonitas o ligueros o ligas. Compra bragas de puta, amor, y trata de perfumarlas”, o este otro: “Tenías un culo lleno de pedos aquella noche, querida, y al follarte salieron todos para afuera, gruesos camaradas, otros más ventosos, rápidos y pequeños requiebros alegres y una gran cantidad de peditos sucios que terminaron en un largo chorrear de tu agujero”. No podría venir más a cuento la anécdota. En París, una dama con gesto embelesado se acerca a Joyce para que le permita besar la mano que ha escrito el Ulises. “Permítame recordarle, señora, que esta mano a hecho otras muchas cosas”. Eso está claro. Quizá la señora, de haberlo intuido, habría corrido escandalizada a restregarse los labios con lejía.

“Me duelen los cojones. Te quiero”

Y aunque Joyce sea el mejor exponente de las epístolas de amor erótico con sus ‘cartas sucias’, no es, por fortuna, el único. “Me duelen los cojones. Te quiero. Quiero joder contigo salvajemente. Lo que tuvimos no fueron más que entremeses. Vuelve aquí y déjame que te la meta, por detrás. Quiero hacer de todo contigo. No hemos empezado a joder todavía”. Se trata de la conmovedora declaración de intenciones que Henry Miller le dedica a la escritora Anaïs Nin con quien mantuvo un tórrido romance a tres bandas. Nin, Miller y su mujer, June Mansfield, formaron el triángulo amoroso más fogoso de las letras del siglo XX. “Anaïs, cuando pienso cómo aprietas contra mí, cuán ansiosamente abres las piernas y qué húmeda estás, Dios, me vuelvo loco de pensar en cómo serías cuando todo se disuelve (…) Quiero que seas mía, usarte, follarte, enseñarte cosas. (…) Me encanta tu coño, Anaïs, me vuelve loco”. Desde luego no se puede tachar al escritor de almibarado ni deshonesto. En algún momento de la carta asegura estar algo borracho. Así, si te rechazan, siempre puedes culpar al alcohol a la mañana siguiente.

Emilia Pardo Bazán y Benito Pérez Galdós son nuestros tortolitos patrios. El canario cayó rendido ante la indómita y fantástica gallega, que le escribió a su ‘miquiño’ cosas como “Sí, yo me acuesto contigo y me acostaré siempre, y si es para algo execrable, bien, muy bien, sabe a gloria, y si no también muy bien, siempre será una felicidad inmensa que contigo y solo contigo se puede saborear, porque tienes la gracia del mundo y me gustas más que ningún libro". En medio de una España puritana y decimonónica, Doña Emilia era puro fuego y mucha clase. Así que ya ves, nada de ‘¿qué llevas puesto?’ y más literatura, de la buena.

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