—Rapunzel, tu trenza deja caer —pidió la bruja.
Esta hizo lo solicitado y sacó la citada y larga trenza por la ventana del torreón, cuyas hebras semejaban hilo gualdo. La bruja la usó como cuerda y trepó con ella por la piedra para ir al encuentro de Rapunzel.
Seguro que con la intro os habréis quedado a cuadros. Sin embargo, y pese a que lo que voy a narraros a continuación no sucedió en la Alemania de los hermanos Grimm y faltaba un tanto para entrar en la época victoriana desde que se publicó por primera vez el compendio de relatos germánicos de estos hermanos, la figura de Rapunzel sí viene a cuento.
Las cabelleras femeninas en la era victoriana fueron vinculadas a la sensualidad y tildadas de reclamo erótico. Se dice que empezaban a cuidarse en la adolescencia, ya que durante la infancia era correcto que las niñas llevaran el cabello suelto. No obstante, al marchar raudas hacia la madurez, la cosa difería al entenderse como símbolo de feminidad y erotismo. En público eran recogidas y, dependiendo de la situación, ataviadas a la par con un sombrero u otros adornos tales como plumas, joyas… De lo contrario, si iban sueltas, se consideraba un acto descarado e indecente. No se cortaban a no ser que fuera estrictamente necesario, y se aseveraba que solo el marido tenía el derecho de ver a la esposa con el pelo suelto.
Por descontado, el aspecto y la longitud de la melena estaban conectados con el estatus social de la fémina: cuan más larga, más mantenimiento precisaba, a diferencia de la de las mujeres de clases inferiores que ni tenían servicio doméstico ni tiempo para acicalarse, y eso sin olvidar las molestias que el pelo les supondría a la hora de trabajar o el lento o pobre crecimiento de este debido a la malnutrición o las enfermedades. Por ende, lo habitual en estas últimas era que lo tuvieran corto o que, en el mejor de los casos, acabaran por venderlo.
Si los vestidos eran pomposos, pesados y elaborados, los peinados estaban en sintonía. Cabelleras tan profusas facilitaban ostentosos y complejos recogidos. También se empleaban extensiones, en ocasiones, hechas del mismo cabello que a la susodicha se le había caído. La cosmética no se quedó atrás y, aprovechando la corriente, numerosas fueron las fórmulas que prometían evitar la caída del cabello e incrementar su crecimiento con lociones, compuestos y otras y diversas suertes y clases de potingues.
Para variar, no todo lo que relucía era oro: las cabelleras abundantes llegaban a provocar dolores de cabeza a causa del peso del propio pelo. Cabe destacar los resfriados pescados por la humedad en el cuero cabelludo conforme se iban secando los mechones, y eso que se procuraba no lavarse la cabeza con ahínco fuera de las estaciones más cálidas. Y qué decir de si, por ejemplo, se tenía la mala pata de pillar piojos: aquello, seguro, se volvería una auténtica pesadilla.
Ciertas corrientes incluso afirmaban que la melena revelaba la personalidad de la mujer; véase que, si esta lo tenía rizado, era de naturaleza dulce en contrapunto a aquella que lo tenía liso; si era pelirroja, venía a ser igual a una buena amante, caliente cual fogata en un crudo invierno
Los tiempos cambian y con ellos, la moda, pero ¿acaso a algunos no nos sigue fascinando la imagen de una frondosa cabellera en la que enroscar y trenzar deseos a modo de cuentas?
Texto corregido por Silvia Barbeito y con ©.