Permitidme llenar vuestras tazas de té al mismo tiempo que mis palabras, enroscadas en el humo de incienso, os relatan acerca de una costumbre extinta propia de ese cosmos de sedosos kimonos, labios encarnados, sombras tras el shōji, abanicos, sake, música de shamisen, piel nívea… Escuchad mientras procuro no derramar ni una sola gota, prestad atención a lo que deseo contaros sobre «el mundo de la flor y el sauce», traducción directa del término japonés karyūkai.
La geisha es aquella que habita en el karyūkai, una artista de las artes tradicionales niponas, valga la redundancia. De hecho, gei significa «arte» y sha, «persona», en conjunto: «persona artística». No obstante, esta, antes de convertirse en geisha, pasa por una ardua formación y recibe el nombre de maiko «chica que baila». Pero, ¿cuál es el punto de inflexión en el que, a semejanza de una mariposa saliendo del capullo de la crisálida, se pasa de maiko a geisha?
Vamos, bebed ahora y hacedlo a sorbitos o, de lo contrario, el té se os enfriará…
En la antigüedad, el impase de niña a adulta se sucedía con la realización del mizuage, «salir del agua». Este consistía en vender la virginidad de la doncella (ciertas fuentes citan que entre los catorce y los dieciséis años) al mejor postor (las sumas variaban según la popularidad de la maiko y de su presumible éxito como geisha). Eso sí, se cuenta que este caballero era un hombre conocido en el hanamachi (barrio de geishas, «ciudad de las flores») y de confianza de la dueña de la okiya, «casa de geishas», el cual, y después de reunirse con la okāsan, la «madre» de la okiya, cerraba la transacción pactando a su vez el inicio y final de la ceremonia.
Cada mizuage era registrado, y era de dominio público, en el hanamachi, así como el precio obtenido en la puja. Se narra que el dinero se empleaba en solventar la deuda adquirida por la joven con la okiya por sus estudios, guardarropa, manutención…, aunque, si sobraba, se reinvertía en su carrera y en todo lo que esta implicaba.
Era factible que el señor en cuestión hubiese participado en el mizuage de más de una maiko y se cuchicheaba que, de darse la situación en la que no se ofrecía lo suficiente, la okāsan, en secreto, contactaba con un profesional para desflorarla, preservando así el caché de esta.
Bien, el proceso del mizuage podía conllevar incluso siete días; a lo largo de estos, y en una estancia, el mejor postor le pedía a la maiko yacer en el futón (por norma general, y en otro cuarto cercano, se ubicaba la okāsan y, de tanto en tanto, tosía o hacía algún ruido indicándole a la muchacha su presencia) y él cascaba un huevo de gallina (o más, de un total de tres), ingería la yema y, ayudándose de la clara iba lubricando y estimulando a la chica, preparándola para el momento culmen del rito, en definitiva, la penetración. En ese período, la maiko se dedicaba a repartir regalos y dulces por los establecimientos a los que acudía y, al arribar el último día, ambos a medio vestir (no, no estaban desnudos) consumaban, concluyendo así el mizuage. A partir de allí, y tras la ceremonia llamada erikae, literalmente, «cambio de cuello» la maiko se tornaba geisha, y transformaba su aspecto e indumentaria para despedir a la «niña».
Existen diferentes versiones que hacen referencia a la relación entre el patrono y la ya geisha a posteriori del mizuage: hay la que sostiene que no mantenían ningún tipo de ligazón y, otra, en cambio, que en ocasiones el mencionado acababa siendo su danna (un protector; la palabra significa «marido», pese a que estas artistas no pueden contraer nupcias), figura que hoy en día sí sigue vigente. Este acostumbra a ser mucho mayor y acaudalado, costea los gastos de la geisha y, como permuta recibe el honor de su posición a la par que un trato especial por parte de ella en banquetes, celebraciones y, por descontado, en lo que atañe al vínculo íntimo establecido.
En el año 1958 se promulgaron leyes antiprostitución, que incluyeron la prohibición del mizuage; sin embargo, su misticismo intrínseco hasta entonces «en el mundo de la flor y el sauce» ha hecho correr ríos de tinta vía artículos, novelas y ocupado espacio en la pantalla a modo de documentales, películas, series…
La barrita de incienso se ha consumido y a vosotros solo os resta el poso del té; quizás, y en agradecimiento por vuestra cortesía, debería sugeriros los productos de la marca Shunga con tal de que, cuando gustéis, os sumerjáis a placer en el místico erotismo del país del sol naciente.
Texto corregido por Silvia Barbeito y con ©.