Hace poco una amiga me contó entre risas que el tío con el que estaba saliendo se había mostrado sorprendido ante su cantidad de vello púbico. “¡Nunca había visto tanto!”, dijo el chaval anonadado. ¡Vaya por dios! Puedo prometer que aquello no es la selva amazónica (aunque nada pasaría en tal caso), he visto a la implicada en biquini y por allí no asomaba nada. Por otra parte, el tipo estaba completamente desfasado, porque Vogue ¡Vogue! sentenció en 2018 que tener los genitales como la cabeza de Bruce Willis ya no está de moda. Aunque quién sabe, de eso hace ya varios años y las tendencias cambian de un día para otro. Hace años, un treintañero que se paseaba por su piso compartido solo cubierto con una bata que no cerraba del todo, lamentaba tener que comer con una compañera que no se depilaba las axilas y para colmo usaba camisetas que dejaban al aire el matojo. “Es que vaya asco, joder”, decía el pobre sin ser consciente de que sus arbustos salvajes brotaban por todas partes.
Hacer lo que dé la gana sería el primer mandamiento, pero es que resulta que lo que nos da la gana siempre está influenciado por lo que dictan otros. ¡Sucio! ¿Desde cuándo? Y estético, ¿por qué lo es más? Abrazamos los mandatos culturales, los interiorizamos, y después creemos que la decisión es propia. Nos gusta más así, nos sentimos más aseadas, más arregladas. Todo un triunfo, por supuesto, pero no nuestro. Otro ejemplo. En la película de Sexo en Nueva York (no recuerdo si la uno o la dos) Samantha le afea a Miranda su pelo en las ingles. Ese descuido evidenciaba lo poco que le importaba su vida sexual. Si se había abandonado de esa manera, no era raro que la pareja hubiese tenido un desliz con otra.
No descubrimos América si anunciamos que el porno juega un papel vital en cómo percibimos estéticamente los genitales. En los 60 y 70, aquello era un monte de musgo salvaje y mullido. En los 80 la lencería empezó a marcar el límite, todo lo que se encontrara fuera de la tela iba fuera. El pelo se vio cada vez más reducido en los años posteriores y aquello ya fue un no parar. De las ingles brasileñas pasamos a la pista de aterrizaje y más tarde a dejarnos la zona íntima como el lomo de un delfín. Estábamos en 2010, y la moda ya se puso tan loca que después de arrasar con todo, algunos establecimientos ofrecían adornos con cristales de Swarovski para que aquello no se viera tan desangelado. Algo parecido pasó en la Edad Media, pero las razones eran diferentes. Las meretrices rasuraban el pelo para evitar que se alojaran en él los parásitos y cubrían después la zona pelada con una suerte de pelucas llamadas merkin. Algo así como un bisoñé para cubrir la impúdica calva púbica (ojo a esto porque aquí hay mercado).
Ahora resulta que tampoco ellos escapan a la depilación total. Hace poco un extenso reportaje publicado en El País analizaba cómo el rasurado completo del vello genital masculino se había impuesto entre una parte importante de la población. Primero fue el porno, después, el mercado. Viene a ser lo mismo. Las modas, como las mafias, se comprenden mejor si sigues el rastro del dinero. Quizá el nuevo cuento de amor moderno nos quiera vender que la auténtica relación de igual a igual en una pareja heterosexual es acudir juntos a la clínica de depilación láser, a esa clínica que abrió el dermatólogo que antes hablaba del papel del vello íntimo como agente protector y ahora sostiene sin rubor que eso, total, ni pincha ni corta ni hace bonito.
Teñido de rosa, con forma de corazón, al estilo Chewbacca o agreste y selvático. Con que esté limpio sobra, amiga.