Miguel de Molina: “Marica no, maricón, que suena a bóveda”

Miguel de Molina: “Marica no, maricón, que suena a bóveda”
Sara Martínez 10/11/2022

Sombrero cordobés y camisa de lunares, Miguel de Molina paseó su arte libre sobre los escenarios de media España antes de que todo se fuera al carajo. Cierto es que lo llamaban Miguela con ese humor tan propio de Torrente, y es que el muchacho, guapo a rabiar, movía los manos con demasiado amaneramiento sin ocultar ni un ápice su sexualidad y cantando las coplas en masculino. Pero el crio que lo tenía todo en contra, el chaval al que llamaban ‘mujercita’ en el colegio y que dejó la escuela para ganarse el sustento en una familia, un barrio y un país plagado de miseria, llegó a ser una estrella, un revolucionario, un símbolo adelantado de la comunidad LGTBI y, para muchos, el mejor intérprete de la canción popular española.

Miguel Frías de Molina nació en Málaga en 1908. Tal y como escribió más tarde, llegó al mundo “en una Andalucía en la que gobernaban la pobreza, el hambre, los terratenientes y la ignorancia”. Con 13 años llega a Estepona en busca de trabajo y con 14 se convierte en chico para todo en la mancebía de ‘Pepa la limpia’. Justo allí, en aquel prostíbulo en el que permanece hasta que su propietaria muere, descubre dos cosas que le cambiarán la vida, que no le gustan las mujeres y a Federico García Lorca. De lo primero se cerciora cuando una chica se le insinúa y él no siente ningún deseo; al segundo lo ve por primera vez en el Festival de Cante Jondo al que lo llevaron Pepa y su amante.

En su autobiografía Botín de guerra (Almuzara, 2012) cuenta su primera experiencia sexual con un guía turístico llamado Samido. “Me dijo: “ven conmigo, niño bonito. Ya verás que nunca vas a olvidarte de esta noche”. Y fue así. Años más tarde, interpretando en un escenario ‘Ojos verdes’, me acordé de Samido al cantar: “y nunca una noche más bella de mayo he vuelto a vivir…” Fui a buscarle, pero había regresado a Marruecos. Nunca lo volví a ver”. Entonces él ya era el famoso Miguel de Molina, un cantante de copla que había revolucionado la escena con una presencia, una gestualidad y una voz nunca vistas antes.

Y precisamente por eso, porque se atrevió a ostentar una libertad ofensiva para algunos, llegaron las palizas “por maricón y por rojo” cuando se instauró la dictadura franquista. No escondía su identidad y había actuado para las tropas republicanas durante la guerra, así que tampoco se llamaba a engaños. La noche del 10 de noviembre del 39 tres tipos lo fueron a buscar al teatro Pavón, se lo llevaron a los altos de la Castellana, lo apalearon y le arrancaron el pelo a tirones. Después de la paliza llegó algo peor, la persecución y la prohibición de volver a trabajar que lo condenaba a la pobreza o al exilio. Decidió alejarse de su tierra y de su madre. 

“De Miguel de Molina les cabreaba lo bien que cantaba, lo mucho que les gustaba a ellos mismos”, escribió mucho más tarde Manuel Vázquez Montalbán. La leyenda dice que la loca atracción que uno de los gerifaltes franquistas sentía por él fue la semilla de aquel odio. Murió en Argentina y allí está enterrado, pero nos dejó La bien pagá, Ojos verdes, El día que nací yo, y una de las mejores frases de la historia. Dicen que antes del exilio y en plena actuación unos falangistas comenzaron a increparlo al grito de “marica, marica”. El artista paró la música y acompañando las palabras con un movimiento de mano sentenció: “marica no, maricón, que suena a bóveda”.

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