En un marzo aciago, no el de los idus pero casi, entre noticias sobre colapsos sanitarios, hospitales de campaña y virus mortales, de repente un titular insólito, casi anacrónico, “ocho detenidos en una orgía en el centro de Barcelona” (si no nos creen pueden comprobarlo en la Vanguardia del 21 de marzo). En los mismos días el Heraldo informaba, “desmantelan una orgía de varios días en Madrid y denuncian a seis personas”. No es que no nos parezca encomiable que decenas de personas por todo el país decidieran combatir el miedo y la angustia encamándose sin miramientos, pocas cosas resultan tan excitantes como entregarse a un frenesí de placeres ante el advenimiento del apocalipsis, pero vete tú a contarle a Fernando Simón que quieres que el fin del mundo te pille follando. Por lo que sea, las autoridades consideraron que contravenir un estado de alarma por emergencia sanitaria con ardoroso sexo entre desconocidos no era lo más adecuado, por las gotículas de saliva y eso. Sin embargo, los lascivos infractores no habían inventado nada. Al oír hablar de orgías a unos se les viene a la mente la imagen de romanos yaciendo entre copas de vino y racimos de uvas y a otros las fiestas de Errol Flynn tocando el piano con su (se decía) majestuoso pene mientras invitaba a la concurrencia a mantenérselo erguido.
Así definió Tito Livio, más romano que nadie, las ceremonias en honor a Baco que llegaron a la capital del imperio a través de “un griego de bajo nacimiento”, ya se sabe que lo moralmente cuestionable siempre proviene de otros. “Una vez el vino, la noche, la promiscuidad de sexos y la mezcla de edades tiernas y adultas calentaban sus ánimos, apagando todo el sentido del pudor, daban comienzo los excesos de toda clase (…) con los hombres mezclados con las mujeres en licenciosas orgías nocturnas, no quedó ningún crimen y ninguna acción vergonzosa por perpetrarse allí. Se producían más prácticas vergonzantes entre hombres que entre hombres y mujeres. Quien no se sometiera al ultraje o se mostrara remiso a los malos actos, era sacrificado como víctima. No considerar nada como impío o criminal era la misma cúspide de su religión. (…). Era una inmensa multitud, casi una segunda población, y entre ellos se encontraban algunos hombres y mujeres de familias nobles”.
La nueva religión caló, obvio, por divertida. Pero para comprender el origen mistérico del culto, el sentimiento de unión con la divinidad a través del paroxismo sexual, hay que viajar más atrás, hasta la Grecia mitológica. Allí, las bacantes adoraban a Dionisos cuando se vieron interrumpidas por Orfeo. Ellas, primero en plan guarrete y luego ya a lo Glenn Close en Atracción Fatal, invitan al muchacho a unirse a la fiesta, después lo violan (que no se hubiese negado) y luego ya lo descuartizan (esta parte ya parece inventada por Tarantino). Según otros relatos, las bacanales eran más o menos una rave de sexo y drogas pero sin música electrónica y con el sacrificio de alguna cabra. El imperio romano, lo más parecido a la globalización actual, importó la ‘fiestuki’ con alguna variante, pero ya viendo que se les iba de las manos (más por motivos políticos que por la promiscuidad y los psicofármacos) decretaron el Senatus Consultum de Bacchanalibus y las prohibieron. ¿Fin de la historia? Parece que no.
Hoy las hay sadomasoquistas, con las caras cubiertas por máscaras a lo Eyes Wide Shut para pijos que se aburren, o con espectáculo incluido como las que se montaban los papas del Renacimiento con prostitutas que debían recoger castañas del suelo con sus vaginas para gloria de sus santidades (no sabemos si esto último es cierto o una leyenda morbosa, pero no nos cuesta demasiado creerlo). Incluso se han puesto de moda peligrosas sesiones llamadas ‘chemsex’ en las que el sexo y las drogas van siempre de la mano. Hay rituales que tienen todos los ingredientes para sobrevivir durante siglos, reinventándose, pero ojo, el sexo debe alegrar la vida, no convertirse en una manera de sobrevivir a ella. Que el fin del mundo te pille follando, pero hagamos todo lo posible por demorarlo.