“Y si tu mano derecha te hace caer en pecado, córtala y arrójala lejos de ti; mejor es que pierdas una sola parte del cuerpo y no que todo él sea arrojado al infierno”, se comenta que dijo Jesús en el sermón de la Montaña, y claro, ni faltó ni falta quién se ha tomado estas palabras tan a pecho que las imagina dirigidas concretamente a la masturbación, como si con la mano no pudieras hacer cosas mucho peores. Para dejar clara la postura de la Iglesia llegó el catecismo promulgado bajo el papado de Juan Pablo II, advirtiendo que “tanto el Magisterio de la Iglesia, de acuerdo con una tradición constante, como el sentido moral de los fieles, han afirmado sin ninguna duda que la masturbación es un acto intrínseca y gravemente desordenado”.
Suaves palabras para lo que antes había sido el “pecado atroz de la autocomplacencia”, como lo describió en 1710 el médico inglés Becker, o lo que medio siglo más tarde un homólogo suizo llamado Tissot definió como “la más mortífera y siniestra de las prácticas sexuales”. Algo exagerado, ¿no? Pues atentos, “nada, ni la guerra, ni una plaga, ni la viruela, ni ninguna otra enfermedad, nada es tan dañino ni tan desastroso para la humanidad como el pernicioso hábito de la masturbación”, dijo en su día el doctor Kellogg, sí, efectivamente, el de los cereales para el desayuno. No sabemos qué despertaba en la gente esa negatividad, ese querer controlar los hábitos sexuales ajenos, ese malvivir pensando en otros disfrutando de sí mismos.
Intentaron asustar y lo hicieron, gritaron a todo el que quisiera escuchar que la masturbación provocaba cáncer, epilepsia, histeria, pérdida de pelo (en la cabeza, porque de forma maravillosa brotaba como la mala hierba en las manos), anemia, problemas cardiacos y, por supuesto, acné. Ya lo canta Sabina, niños con granos soñando “que abrazan a Venus de Milos sin manos”. El doctor Kellogg era fan de estas teorías que hacían, además, hincapié en remedios tan nimios como colocar un hilo de metal alrededor del prepucio o quemar con ácido el clítoris. De tarados está el mundo lleno, amigos. Al final, y como no podría ser de otra manera, los deseos siempre se abren paso, ¿quién dijo miedo? Así que no faltaron pruebas empíricas de que los problemas físicos solo eran falacias y el infierno ya veremos, que aún queda tiempo.
“La masturbación es la actividad sexual primaria de la humanidad. En el siglo XIX era una enfermedad; en el XX, una cura”, dijo el psiquiatra húngaro Thomas S. Szasz. Siglos y siglos de mentiras, de cuentos de ogros y almas infelices ardiendo eternamente en las llamas del averno dieron paso a sexualidades reprimidas, miedos, ascos y culpas que jamás deberían haber existido, porque la masturbación es placer, pero también salud. Una práctica tan deseada como accesible a la que nadie debería resistirse por temores infundados.
Según algunas estadísticas, un 95 % de los hombres y un 89 % de mujeres lo hacen, y prácticamente la mitad a diario. Nos auxilia siempre, combate el mal tiempo y la desazón, enciende la mente y el cuerpo, activa o relaja, siempre es cobijo y acompaña más que la radio. Al infierno no estamos seguros, pero al cielo se llega con una mano, o con un buen juguete sexual.