Bueno amigos, el pasado año cometí un atrevimiento sin precedentes que he pagado (todos lo hemos hecho) a un precio desorbitado. Yo solo quería la Compi Disco, muñeca que me correspondía por haberme dormido durante años mirando la cara del payaso siniestro que me regalaron en su lugar, que me río yo de Stephen King, de It y de su puta madre. La carta abierta a Papá Noel dio sus frutos y a pocos días de Nochebuena lloré como una bendita al abrir un paquete con mi (iba a poner preciosa pero era mucho más fea de lo que yo recordaba) pepona. Ahí estaba, tantos años de infancia perdida sin poder bailar a lo Disco Stu y por fin era mía. El 2020 iba a ser un año memorable. Pero aquí estamos, no quiero yo decir que toda la culpa sea del gordo, pero quizá su enorme fábrica de Umpa Lumpas sin asegurar en pleno Polo Norte ha tenido algo que ver con la desestabilización del ecosistema. Tal vez sus viajecitos alrededor del mundo en un trineo que sospecho que hace años que funciona con diésel porque los renos no corren tanto a no ser que vayan puestos de metanfetamina, su apetito voraz (porque esa panza no se mantiene ni con cien explotaciones porcinas) y todos los tintes industriales que requieren sus trajes de obeso para tener ese bonito color rojo (no hay ovejas bermellón, señores) han hecho algo más que contribuir al agujero del tamaño de su culo que tenemos en la capa de ozono.
No me gusta señalar con el dedo, pero cuando mi padre me dijo con cuatro años que Papá Noel era, y cito textualmente, “un puto invento de los americanos”, el hombre igual no pretendía acabar de un plumazo con mi ilusión infantil intentando emular a Stalin, sino hacerme entrar en razón. Tanta mierda revestida de fantasía navideña iba a acabar con nosotros, Santa era la encarnación del mal, del capitalismo más implacable, del consumismo más irresponsable, porque a ver, ¿para qué demonios quieres tú una puñetera muñeca con música disco si no aprendiste ni a bailar el ‘un pasito para adelante y un pasito para atrás’ y mira que no podía ser más fácil? ¿Para qué necesitabas un 'Diseña la moda' o una máquina de coser de juguete si aún cortas el bajo de los pantalones con la tijera del pescado? ¿Para qué leches querías tú un Choconova si lo que salía de ahí te podía mandar directo al hospital? ¿Te hizo muy feliz la Bea que ni gateaba ni mierdas?
No vuelvas a aparecer por mi casa porque te reviento la cabeza, ni galletas ni hostias, que ya me las comí yo todas durante el confinamiento, te mato. Quién fue el hijo de puta que te pidió una pandemia y se había portado tan bien que dijiste, anda, pues sí, este año te doy lo que te mereces, ¿Voldemort? ¿Kim Jong-un? ¿Se te sindicaron los elfos y decidiste jodernos a todos? Enciérrate en tu casa de jengibre y hártate a bollos, pero no vuelvas a salir de allí. A partir de ahora me ocuparé de mis propios asuntos y de mis propios orgasmos, que visto lo visto, es una de las pocas cosas que se pueden hacer sin miedo a morir ni a matar a nadie.
Reíd y gemid mucho, amigos, porque es la única manera de resistir. Llenad la copa de vino (no, no vale con Coca-Cola) y brindad por la felicidad que vendrá, por los abrazos y los besos que no volverán a perderse, y ya sabéis, un orgasmo no cura, pero a menudo salva. No perdáis el tiempo escribiendo cartas y poneos manos a la obra. ¡Salud!