“Cuando yo era pequeña en los años 50 estaba obligada a casarme con un hombre, tener, ya sabe, 2,3 hijos de media, y yo podía mirar a un hombre y decir, bueno, objetivamente es guapo, pero no sentía nada. Al final lo entendí cuando besé por primera vez a una mujer y pensé: se trata de esto. Entonces supe que era lesbiana y también que experimentaría el infierno, que caminaría sobre el fuego por experimentar eso, por esos besos”. Pocas frases resumen tan bien el espíritu que se levantó la noche del 28 de junio de 1969 como esta declaración dolorosamente bella de la activista Martha Shelley en el documental ‘La rebelión de Stonewall’. La década de la lucha contra la guerra de Vietnam, de Martin Luther King y sus marchas por los derechos civiles, de la llegada del hombre a la luna, el LSD y los hippies, terminó con la insurrección de los maricones, princesas, sarasas, tortilleras, marimachos, invertidos y todos aquellos que políticos y personas como dios manda consideraban aberraciones de la naturaleza.
Porque a finales de los 60, la homosexualidad era un delito y una enfermedad que te impedía ser trabajador federal, médico o abogado. La ley proclamaba que tenías que llevar al menos tres prendas que se correspondieran con tu sexo biológico. Gais, lesbianas y transgénero llenaban psiquiátricos donde eran sometidos a torturas farmacológicas, electrochoques, lobotomías o castraciones, y los anuncios de televisión advertían “nunca se sabe cuando hay un homosexual cerca pero cuando descubras que es un enfermo mental quizá sea tarde”. No es una chispa lo que hace arder una casa, es una chispa lo que hace arder un granero lleno de paja. “No lo comparto pero lo respeto”, “Si todos los días van vestidos normales por qué ese día se ponen en bolas” y nuestra preferida, “No entiendo por qué no hay un día del orgullo heterosexual”. Si hay alguien por aquí que hace suyas estas frasecicas, por favor, no es necesario que sigas leyendo, como decía el sargento Murtaugh de 'Arma letal', soy demasiado viejo para estas mierdas.
El Stonewall Inn era un antro controlado por la mafia, una guarida en medio del Village donde los dueños sobornaban a la poli y las redadas se sucedían con algunas detenciones y poco ruido. Cerca del bar, los homosexuales mantenían relaciones sexuales hacinados en camiones que durante el día servían para repartir carne. La noche del 28 de junio a la una de la madrugada el local estaba a tope. Pronto se celebrarían las elecciones municipales en Nueva York y la orden era clara, incrementar los controles y limpiar la ciudad. Seis policías vestidos de paisano entraron pidiendo a los presentes que se colocaran en fila para proceder a su identificación y, por primera vez, no lo hicieron. Aquello era toda una sorpresa. Drag queens, lesbianas y gais se enfrentaban a los agentes y les lanzaban monedas. Los policías se encerraron dentro con algunos de los clientes mientras la gente se amontonaba fuera, cientos, quizá miles de personas. Dentro, apilaban los muebles contra las ventanas esperando unos refuerzos que no llegaban. El miedo había cambiado de lado.
Finalmente aparecieron cinco autobuses repletos de agentes pero la masa ni se inmutó. Las monedas fueron sustituidas por botellas, cristales y papeleras incendiadas. Las porras no daban abasto. Los presentes corrían, cantaban, bailaban mofándose de la policía. “En las manifestaciones por los derechos civiles corríamos delante de la policía, en las marchas por la paz corríamos delante de la policía, esa noche la policía huía de nosotros, los más débiles del sistema. Fue fantástico”, cuenta en el documental uno de los participantes. Aquello no acabó el 28 de junio, al día siguiente se imprimieron y repartieron panfletos, el movimiento comenzó a organizarse, se programaron manifestaciones, las revueltas y los disturbios duraron días. Y nunca volvieron a callarse.